Atraco a las dos
Antes de empezar a leer de forma compulsiva yo era un adolescente obsesionado con el cine. Veía más películas de las que era capaz de comprender, soñando con ser un cinéfilo y parecerme a mi primo mayor. El final de una de las películas que vi más veces durante la adolescencia, sobre unos presos americanos -de la que inexplicablemente no recuerdo el título- no se me ha olvidado nunca. Debía de tener quince o dieciséis años, y la vi en el cine Sohail con mi padre. Ése era el único cine que había en Fuengirola hasta hace muy poco, y al salir los dos comentamos consternados de camino a casa la citada última escena: un viejo obtenía la libertad tras cuarenta o cincuenta años en la cárcel, donde trabajaba como voluntario ayudante de biblioteca, y al no comprender ya nada del mundo al que ha sido devuelto decide suicidarse. Creo recordar que se ahorca en un apartamento, pero no estoy seguro.
He meditado mucho a lo largo de mi vida sobre lo que debe de ser la cárcel, no sé si gracias a esa impresión de la niñez en un cine. Probablemente sí. Pasé de creer que en las cárceles uno estaba atado a una bola de acero y picando piedra a saber que los derechos humanos y la constituciones respectivas de las democracias liberales obligaban a tratar más que dignamente a quien previamente habían privado de libertad. Pensé en ese momento que podía haber mucha gente que prefiriese un encierro seguro y con necesidades básicas cubiertas a una libertad dura, a veces demasiado dura, donde nadie garantiza techo y comida a quien tenga frío y hambre. El país de aquella vieja película era Estados Unidos, que es en estos asuntos mucho más despiadado que la Europa del bienestar en la que vivimos.
Pienso en esto porque hoy, hacia las dos de la tarde, un hombre ha entrado en la farmacia armado con una navaja. Amablemente nos ha tranquilizado, diciendo que no quería ni el dinero ni hacernos daño, únicamente deseaba que llamásemos a la Guardia Civil para informarles de que nos estaba atracando. Lo hicimos, y la benemérita acudió rauda.
Yo sólo quiero que me detengan y entrar en la cárcel, decía mientras los guardias lo llevaban afuera y le requisaban la faca. Denúncienme, se lo ruego, quiero entrar en la cárcel, allí al menos tengo comida y sitio donde dormir. Por favor, denúncieme.
No lo hice. Me aseguraron los guardias que era absurdo si no había habido atraco ni daño, que mañana estaría fuera. Tras media hora de interrogatorio y toma de datos rutinaria, el hombre, desesperado, se alejaba calle abajo, sin su navaja.
Por supuesto, he vuelto a recordar la película, sobre todo para darme cuenta de que hemos debido de hacer las cosas no del todo bien. Si uno necesita ser un malhechor para poder comer, para no dormir bajo el frío de diciembre y la incertidumbre de un mañana inmisericorde, es que algo está fallando y urge solucionar.