Rafael Maldonado – Escritor : Barojiana. Un recuerdo

Barojiana. Un recuerdo

El Mundo - 10 Diciembre 2015

Para un escritor joven y mitómano lo más parecido a una tertulia con Pío Baroja en su casa de Madrid fue lo que me sucedió a mí hace unos meses en la finca Carambuco. Si a un jovencísimo Juan Benet le impresionó acudir a dicha tertulia madrileña en calle Alarcón 12 mientras se preparaba para ser ingeniero de Caminos hacia el año 50, no fue menos mi entusiasmo por acudir a la peculiar y meridional tertulia que los Baroja seguían teniendo en Churriana. Además de la de Vera de Bidasoa en Navarra, por supuesto. Hago memoria y no recuerdo bien cómo aparecí en el caserón donde ahora pasan temporadas los descendientes del ilustre y famosísimo escritor vasco. Aunque puede que nadie me invitase, y fuese hasta allí como fueron tantos (Cela, Val y Vera, Casas) a ver si se me pegaba algo del halo de sabiduría de la saga, sabiendo que podría tomar un café y algún cruasán y poner la oreja sin que apenas se dieran cuenta de mi presencia. No lo sé. Lo cierto es que fui, y que llevé conmigo mi primera novela bajo el brazo, dando vueltas a lo oportuno de la dedicatoria a una familia que era en sí literatura, sin tener mucha idea de cuándo hablar de ella ni si finalmente me atrevería a sacarla del coche. ¿Qué escritor no ha soñado con ese apellido? ¿Qué lector? ¿Cómo no ponerme nervioso?

Ahora recuerdo que fue una amiga común la que me llevó hasta allí, y que pasé una tarde inolvidable en una finca que me evocó en unos instantes a aquella Málaga desaparecida y culta que hizo al antropólogo Julio Caro Baroja pasar largas temporadas entre su gente y sus infinitos proyectos . Porque el que, en silencio, presidía esa amena charla de primavera era Pío Caro Baroja, el último gran Baroja, el hermano pequeño del genial antropólogo. Y digo último porque ayer decidió marcharse silenciosa y educadamente, imagino que habiendo dejado el ínclito título a otro Pío, su hijo y mi buen amigo editor de Caro Raggio. Era muy mayor, aunque no viejo. Sus aires de dandi no hubiesen permitido ese adjetivo a su persona. Me contó muchas cosas: que fue actor, que tenía mucho éxito con las mujeres, que vivió en México, que rodó muchos documentales y horas para el Nodo, y que le encantaban las berenjenas y los boquerones. Sonriente, apoyadas las manos delgadas en un precioso bastón, asentía ante mi parrafada de inexperto y emocionado contertulio barojiano. Nos acompañaban sus dos hijos, su encantadora mujer, mi amiga Berta y unas estupendas viandas mediterráneas.

Al caer la tarde y colarse algunos molestos rayos sobre los aguacates quisieron él y su hijo enseñarme la majestuosa casa. Yo caminaba por ella absorto, con las manos atrás, lentamente. Me fijaba en los cuadros, en los que siempre estaba don Pío con su boina y don Julio con su pajarita y su cabeza cana, e intentaba imaginarme la vida cotidiana de aquella Málaga desaparecida. Contemplaba los miles de libros, los muebles antiguos y hasta me examinaba a mí, sabiendo lo importante de esa tarde, de esas amistades, en mi educación sentimental de escritor.

Al despedirme, tras una hora más de conversación y ya casi de noche, don Pío entró en su despacho, de donde salió con un ejemplar de Un abuelo fantástico. Vida y obra de Serafín Baroja. El origen de una estirpe, escrito por él sobre su antepasado, del que me dijo pasó por la vida como un pájaro: cantando, riendo y haciendo cosas muy raras. Con la mano temblorosa y con un bolígrafo de tinta turquesa me lo dedicó:

 

A Rafael García Maldonado, boticario y poeta, con un abrazo de otro boticario de las letras. Tu amigo Pío Caro Baroja.

 

Cuando me marchaba de la finca miraba hacia atrás en el retrovisor del coche, con una sonrisa en la boca. Prometí volver pronto, vernos en Vera quizás, adonde quería ir con mi padre, también barojiano. Aquel señor mayor estaba otra vez sentado, apoyado en su bastón, mirando con una sonrisa escéptica los inmensos árboles de la finca, acompañado por un gin tonic.

Murió el lunes, y yo, al volver a casa tras conocer la noticia, abrí el libro Barojiana, de Benet, donde había subrayado esta frase:

 

Para mí, aquel par de horas en su casa constituía la única posibilidad de ver con mis ojos un orden que por todas partes veía turbado; del que me habían hablado en mi casa pero que ya no llegaría a compartir ni disfrutar. A falta de una sociedad en la que vivir con cierto gusto, no quedaba más que la visita devota a las ruinas de la civilización precedente.

 

Descanse en paz el último Baroja. Nos queda la amistad de sus hijos. Nos quedan un apellido legendario, los libros y la memoria.

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