Rafael Maldonado – Escritor : DISCURSO INGRESO REAL ACADEMIA SEVILLANA BUENAS LETRAS

DISCURSO INGRESO REAL ACADEMIA SEVILLANA BUENAS LETRAS

Rafael García Maldonado | 25/11/2024

EL DOLOR EN PÍO BAROJA Y MIGUEL TORGA

DISERTACIÓN

LEÍDA ANTE LA

REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BUENAS LETRAS

EL DÍA 22 DE NOVIEMBRE DE 2024

EN LA RECEPCIÓN COMO ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DEL

ILMO. SR. DON RAFAEL JOSÉ GARCÍA MALDONADO

Y PRESENTACIÓN DEL

EXCMO. SR. DON JOSÉ VILLALOBOS DOMÍNGUEZ

SEVILLA, 2024

 

 

 

 

 

Excmo. Sr. Director

Excmos. Señoras y Señores Académicos

Señoras y Señores

Quiero expresar mi gratitud a la RASBL por concederme la oportunidad de presentar la disertación de Rafael García Maldonado, en su recepción como miembro de nuestra institución. Ha sido elegido como Académico Correspondiente por Coín Málaga). Es licenciado en Farmacia por la Universidad de Granada y máster en Salud Pública. Su vida profesional ha girado en torno a Sanidad y la Farmacia, lo que le ha permitido vivenciar el dolor y el sufrimiento -tema de esta disertación- directamente en la multitud de “personas sencillas con su dolor, sus creencias, sus tradiciones, anhelos…”. Ama su profesión de farmacéutico de la misma forma que la literatura, hasta el punto de que para él “una Biblioteca no es una acumulación de trofeos, sino un proyecto de vida y una gran compañía”.

Nuestro nuevo Académico Correspondiente es un lector infatigable, a la vez que escritor abundoso. Detrás de su amplia producción literaria, hay una vocación y todo un recorrido ininterrumpido de amor por la lectura. Ello conlleva la necesidad de buscar referentes o creadores con los que se comparten modos existenciales de vida y personalidad Leer libros es una tarea ímproba y exige tiempo, por ello hay que escoger qué leer: Lobo Antunes, Cela, Benet, Marías, Faulkner, Conrad, … y una larga y selecta selección , que es su compañía habitual. García Maldonado es un letraherido permanente e inquieto en usar su tiempo, como lo es su padre y lo fue, en su corta vida, su tío Modesto, grandes e incansables lectores

Su producción literaria abarca una amplia gama: novela, cuento, ensayo y diarios. Publica su primera novela, El trapero de tiempo, en 2013 y después, entre otras, Tras la guarida(2015) y El desaliento(2022). En sus novelas ha creado un espacio ficcional al que nombra como Majer, que le permite dar unidad a su creación novelística; continúa con ello arriesgadamente la invención de otros escritores: Yoknapatawpha (Faulkner) o Región (Benet), entre otros Ese territorio es un mapa metafórico que usa como asidero simbólico de sus personajes y episodios narrados, valiéndose de una prosa clara y precisa. Su interés por la guerra civil española me recuerda a mi querido y admirado Aquilino Duque en su obra El Mono Azul. Aquilino fue la expresión de la libertad creadora de un hombre culto y un maravilloso escritor.

Nuestro nuevo Académico también cultiva con originalidad y soltura el género del cuento : Cuaderno de incertidumbre /2015) , Si yo de ti me olvidara, Jerusalén (2016) o Sonata para un pretendiente(2023). La versatilidad es otras de las facetas que enriquecen su producción literaria.

Otra interesante vertiente de su quehacer literario es la de diarista, en cuya forma , hasta ahora, ha publicado Diario de cabotaje(2020) y De mis sombras, hijo (2023). Coín, mi tierra natal , aparece constantemente y evoca personas, situaciones y lugares que forman el legado identitario de mi vida.

Por último citaremos su ensayo titulado Juan Benet, la ambición y el estilo (2018), sin olvidar sus artículos de prensa tan variados sobre temática literaria, siempre enriquecedores por su agudeza y el dominio del lenguaje

Hoy Rafael García Maldonado nos presenta su disertación El dolor en Pio Baroja y Miguel Torga. Es una recreación del sufrimiento en la vida y en la obra de estos escritores médicos. Sin duda, en su elección ha tenido que ver la experiencia de las diversas expresiones del dolor en personas, que acuden a la consulta del médico o al dispensario del farmacéutico. No es sólo la dolencia, sino las secuelas y las huellas que impregnan y, a veces, determinan la manera de estar en la vida.

Pio Baroja es, sin duda, uno de los escritores mas apasionantes de la literatura en lengua española. Sus novelas son el reflejo de la mirada de un hombre que gusta de la soledad, que hace de la provocación un instrumento contra la injusticia, y que mira la realidad social e individual de las personas como un observador que se acerca y aleja, para evitar la contaminación de la narración con adornos innecesarios o distorsionadores. Se habla del pesimismo de Baroja, y en los escritores coetáneos se detecta una vertiente pesimista, no sólo por las carencias y grandes diferencias de clase, sino también por las vicisitudes del momento histórico.

He de confesar mi devoción por Torga, al que considero el gran escritor portugués del siglo XX, por eso tiene un lugar muy destacado en nuestra biblioteca, de Amalia y mía. Torga llegó a nosotros en el Instituto de Idiomas de la Universidad de Sevilla, donde seguimos los cuatro años de estudio de Lengua Portuguesa. Fue Premio Camões (1989), siendo la primera vez que se concedía este premio. Escribe en un portugués preciso. elegante y cautivador, por eso se comprende que no se le concediera un famoso premio sueco. Quiero destacar sus Contos da montanha, sin olvidar su novela autobiográfica A criação do mundo ni el Torga diarista (16 volúmenes, desde 1941 hasta 1993) o su Portugal (que puede servir de roteiro para moverse por las diversas regiones del país y en lo que coincide con la visión unamuniana de un viajero , que no de un turista)

Baroja y Torga cuando muestran en sus escritos el dolor se refieren al sufrimiento, la enfermedad o el mal; y es cierto que añaden un matiz inquietante para los estudios filosóficos del dolor. La cuestión del mal está está presente en la Historia de la Filosofía desde Platón, siendo Leibniz quien en su Essais de Theodicée (1710) lo ha renovado en la modernidad. Deseo destacar algunas obras que han contribuido a avanzar en el conocimiento de dolor en cuanto mal : sobre el sentido del sufrimiento (Vom Sinn des Leides, 1911) de un magnífico filósofo alemán (Max Scheler), sobre el problema del dolor (The problema of pain,1947) de un conocido escritor inglés(C.S.Lewis). y el valor del dolor salvífico (Salvifici doloris, 1984) de un gran Papa polaco (Juan Pablo II).

Concluimos, damos la bienvenida al nuevo Académico Correspondiente en la esperanza de su presencia y colaboración. Asimismo, agradezco a esta Real Academia Sevillana de Buenas Letras el honor de haberla representado en este acto

He dicho

EL DOLOR EN PÍO BAROJA Y MIGUEL TORGA

DISERTACIÓN DE INGRESO COMO ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DEL

SR. DON RAFAEL JOSÉ GARCÍA MALDONADO

 

 

 

 

 

1-Introducción

Excelentísimo señor Director.

Excelentísimos señores académicos.

Señoras y señores.

Sólo podría comenzar esta disertación precediéndola de un inmenso agradecimiento a quienes hoy me acogen y me han dado la oportunidad de estar aquí con su confianza y con su voto, en especial a los excelentísimos señores don José Villalobos Domínguez, don Rogelio Reyes Cano, don Antonio Narbona Jiménez y don Jacobo Cortines Torres. Probablemente no se imaginen nunca los miembros de esta Real Academia lo que supone para mí, un escritor de novelas, cuentos y diarios, verse acompañado de tantas figuras admiradas y respetadas, y en tan maravilloso lugar.

Pertenezco, como quizá algunos sepan, a una familia de profesionales de la salud muy antigua, de farmacéuticos por la vía paterna y de médicos por la materna, cinco o seis generaciones de sanitarios que han vivido y trabajado cerca del dolor humano, y de la relación del dolor con la literatura es de lo que he venido a hablarles.

La medicina y la literatura son ambas materias inexactas, pero no menos necesarias para acercarnos a aquello que más nos incumbe e interpela: la vida. Las dos son disciplinas de lo humano, algo que, al menos desde Terencio, sabemos que no nos pueden resultar ajenas. Como dice la joven psiquiatra y poeta María Paz Otero, la enfermedad, la muerte, la esperanza, el dolor, la melancolía y el miedo a la desesperación son circunstancias y sentimientos inherentes al ser humano, y todos ellos se pueden poner en común a través de tres cauces imposibles de ordenar según su importancia: el cuerpo, el silencio y la palabra. Igual que un médico saja y disecciona, la literatura se encarga de embalsamar y abrir en canal la cáscara del alma.

Mis actividades como médico han tenido fuerte influencia en mi trabajo como escritor, ampliando notablemente mi campo de observación y de percepción”, dijo en algún momento de su corta, altruista vida el dramaturgo y cuentista Antón Chéjov. Y fue Gustave Flaubert, hijo y hermano de médicos cirujanos de Ruán, quien dijo la frase que yo más he repetido en los últimos años, desde que ejerzo en serio —concomitante con el de la Farmacia— el oficio de escritor: “Para escribir bien habría que tener la mirada del galeno, su capacidad para ver a las personas por dentro”. Quiero decir con esto que, lejos de lo que podría parecer en un principio, la relación de las ciencias sanitarias con el oficio literario es feraz, longeva y profunda, como atestiguan los ejemplos con los que comienzo este discurso, una lista que podrían engrosar nombres tan conocidos de profesionales de la salud escritores como Gottfried Benn, William Carlos Williams, John Keats, Arthur Conan Doyle, Mijaíl Bulgákov o William Somerset Maugham, por no hablar del autor que mejor conozco de cuantos aún alientan, el portugués António Lobo Antunes. En el plano español la lista es también nutrida y no menos excelente, con nombres como Gregorio Marañón, Ramón y Cajal, León Felipe o Luis Martín-Santos, de quien hace unos días se cumplió su centenario.

Fiel a mi amor por la literatura que me hizo lector voraz y a la postre escritor y la pasión que siento por el país vecino Portugal, he escogido para este discurso los ejemplos del médico Pío Baroja, que ejerció la medicina rural tras doctorarse poco tiempo, y del gran diarista y poeta Miguel Torga, que no dejó de ejercer su profesión de otorrinolaringólogo hasta su muerte en la ciudad de Coímbra a mediados de los 90. Dos ejemplos ilustres, de orígenes dispares, de, a mi juicio, la relación ibérica entre la medicina y la literatura, cuyos vasos comunicantes nos llevan, a la postre, a una mayor riqueza literaria, pues de lo que se trata, como han señalado grandes literatos de la historia con los que concuerdo, es de llegar a lo más profundo posible del corazón humano una vez se toma la pluma, y sólo quien ha estado cerca del dolor del hombre ha estado cerca de la verdad. No es casualidad que don Pío Baroja, tan pesimista a juicio de muchos, tan existencialista, podría decirse, se doctorase en Medicina con una tesis sobre el dolor, titulada El Dolor. Estudios de psicofísica. Volveré sobre ello.

Antes de entrar en los dos casos de los que quiero hablar con algo de profundidad, me van a permitir que dedique estas letras a mis padres, aquí presentes, y a mi mujer, sevillana, a quien la literatura ha robado demasiado del tiempo que comparte conmigo. También, a la memoria de mi abuelo el doctor Antonio Maldonado Quiles, que perteneció a varias academias de Medicina, y del que yo he tomado el apellido, mi segundo, para firmar los libros. Y no quiero olvidarme de las gentes de Coín, de quienes he aprendido, mientras ejercía mi profesión sanitaria, buena parte de lo que soy como ciudadano y como escritor.

 

 

2- Pío Baroja

Don Pío Baroja y Nessi había nacido en San Sebastián en 1872, en el seno de una familia acomodada y culta de Guipúzcoa. Bisnieto del boticario Rafael Baroja, que fue también impresor de periódicos durante la guerra de la Independencia, de cuya memoria familiar tomará notas para su proyecto futuro Memorias de un hombre de acción. Su padre, José Mauricio Serafín Baroja, fue ingeniero de Minas y un hombre inquieto y liberal. Tercero de cuatro hermanos, siendo el más conocido de estos el pintor Ricardo Baroja, será con su hermana Carmen con la que tenga una más estrecha relación, hasta el punto de que su cuñado, Rafael Caro Raggio, se convertirá en editor de muchas de sus novelas. En 1879 la familia inicia, merced a la profesión paterna, un periplo por España con varios destinos, hasta establecerse definitivamente en Madrid cuando el futuro médico y escritor cuenta con catorce años. Poco tiempo después, tras unos estudios medios buenos y ricos en lecturas de todo tipo, el curioso Pío duda hasta el último momento si matricularse en Medicina o en Farmacia, pues los cursos preparatorios eran los mismos.

Como dirá su sobrino Pío Caro Baroja en un prólogo a una de sus obras, “el haber nacido en una familia con inquietudes artísticas, de un nivel cultural alto, el haber estudiado medicina y el ser un lector curioso y preocupado por temas literarios, filosóficos y científicos hará de Baroja un ser excepcional dentro del mundo novelístico español”, algo con lo que coincido. Don Pío no tenía un estilo elevado ni altas dotes retóricas, por lo que fue atacado por plumas preciosistas como la de Francisco Umbral, entre otros, pero conocía mejor que todos los de su época el alma humana, y fue ejemplo del dicho que reza así: el que sólo sabe de medicina, ni de medicina sabe.

Desde que ingresa en la facultad de Medicina y contempla los primeros cadáveres en las salas de Anatomía don Pío siente una gran preocupación, atracción y repulsión por el dolor humano, por la muerte, hasta entonces poco presente (aún no había enfermado del bacilo tuberculoso su hermano Darío) en su familia acomodada y nómada. Muchas de las consideraciones de Baroja acerca del dolor no las sabemos únicamente por sus biógrafos y sus excelentes memorias Desde la última vuelta del camino, sino gracias a la ficción. En El árbol de la ciencia (1911) bajo el álter ego de Andrés Hurtado, y en la anterior y no menos sugestiva Camino de perfección (1902), con el sosias de Fernando Osorio. En ellas Baroja nos hará partícipes de cómo le afectó descubrir el dolor humano a través de los enfermos, los miserables y los desesperados del mundo, empezando a ver, como nos decía Flaubert, a las personas por dentro, a la manera de —por aquellos años rudimentarios— rayos X del alma. Ya en aquel tiempo, en aquel desaparecido hospital General que estuvo donde ahora se encuentra el museo Reina Sofía, con poca carrera encima, se dio cuenta, tal y como nos dice por boca de Andrés Hurtado, que “le preocupaban más las ideas y sentimientos de los enfermos que los síntomas de las enfermedades”. Fue, de hecho, un estudiante sin blanca y mediocre que iba poco a clase, con la única diversión de los llamados cafés cantantes a los que se acudía los sábados por la noche, como el Café Imperial, o las tan de la época sesiones de espiritismo, donde lo mismo se contactaba con los muertos que se curaba la histeria. Era entonces Baroja, como ya se ha dicho, un joven culto autodidacta que buscaba en la ciencia, tan boyante en un siglo, el XIX, vertiginoso en cuanto a avances y descubrimientos, un sentido a la existencia, una verdad a la que aferrarse ante las desasosegantes dudas que no podía suplir con una religiosidad nula y un profundo anticlericalismo casi de nacimiento. Porque resulta que era también en esa primera juventud don Pío un voraz lector de filosofía, sobre todo alemana, y cuyo descubrimiento de Schopenhauer lo hará sumirse aún más en el pesimismo y en el dolor, que en Baroja, por culpa de esta cultura heterogénea, no es sólo un dolor físico, sino psicológico, un dolor que va desde la psiquiatría hasta la moral pasando por la filosofía. Nos dice Andrés-Pío cuando ve cómo trataban a los muertos en la sala de disección que si la madres hubiesen vislumbrado el final miserable de sus hijos, habrían querido parirlos muertos. No cabe un grito nihilista más estremecedor que ése. El estudiante Baroja tendrá también una intensa vida social que al cabo siempre acaba decepcionándole, algo que, yuxtapuesto a sus pensamientos elevados, lo laceraba aún más en su dolor ontológico, viéndose condenado a la soledad y a una amarga melancolía: muy lúcida y aprovechable para la escritura a la postre, eso sí. La vida, ya desde joven, antes incluso de licenciarse como médico, le parece algo feo, turbio, doloroso e indomable, e incluso comienza a dudar temprano, al ver el escaso éxito de su ciencia, si la medicina serviría para algo, derrotismo avivado por el catedrático de Terapéutica, que debía de odiar a la farmacia y a los boticarios tanto o más que don Francisco de Quevedo, porque consideraba inútiles, cuando no perjudiciales, casi todos los preparados de la Farmacopea de la época.

Las visitas en prácticas a los hospitales y la lectura de Parerga y Paralipómena lo hacen ver el mundo como una mezcla de manicomio y de hospital, donde ser inteligente constituye una decepción y la felicidad sólo podría provenir de la inconsciencia y de la locura. La vida, dirá, sólo es una corriente tumultuosa e inconsciente donde los actores representaban una tragedia que no comprendían. “La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía. Muchas veces, al pensar en las fuerzas de la Naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del agua y del aire, desarrollándose en medio de la noche, me producía vértigo. Más aún me producía el pensamiento en las estrellas y la inmensidad del universo sideral. Unido a estas ideas de panteísmo cósmico, tenía un pesimismo agudo. Me parecía que todo me iba a salir mal en la vida, y quizá lo mejor era acabar lo antes posible”.

Es en esta primera época cuando, y así se lo cuenta a don Gregorio Marañón, habla de la cantidad de historias admirables y de personajes extraordinarios que tendría un novelista a su disposición si fuese médico, ejemplificándolo en el curiosísimo hermano Juan, del hospital San Carlos, a quien Baroja retrata en su misiva marañoniana como de raza semítica en su fisonomía. Relajado de moral y austero hasta con los restos alimenticios de los demás, hablaba como un iluminado, vivía en un cuchitril, una barraca de la calle Atocha: se pasaba la vida leyendo libros pornográficos, según unos, y rezando, según otros. A Baroja le parecía turbio y repulsivo, y anotó en sus memorias: “Había en él algo anómalo: es tan lógico, tan natural en el hombre huir del dolor, de la enfermedad, de la tristeza. Y sin embargo para él el sufrimiento, la pena, la suciedad, debían ser cosas atrayentes”. Finalmente el doctor Marañón dijo que aquel sujeto que atendía altruistamente a los enfermos era un maníaco sexual que traficaba con un negocio místico-sexual. Anécdotas y personajes novelables aparte, no cuesta imaginarse al primer Baroja en la luz tenue de las primeras bombillas, anotando sus primeros bocetos de cuentos y novelas tan al socaire del torbellino de la vida que lo llama, que lo estimula y espanta sin remedio. No en vano él mismo dijo que con aquellas lámparas mortecinas y tristes de finales del siglo XIX no se podían tener más que ideas descentradas y románticas. No se podían escribir esas historias que veía en directo, decía, sino con muchas agallas, y solo podría escribirlas un gran psicólogo, un escritor sin retórica, a lo Pascal, para hacer dos retratos en gris y en negro. Les atraía de ellos su autenticidad, lo que se conoce siendo médico: los príncipes y artistas perversos de Oscar Wilde, de D’Annunzio, de Huysmans o de Jean Lorrain, son unos farsantes petulantes, que posan ante el público, ante cualquier personaje con el alma y el cuerpo en carne viva del hospital, y también ante la basura humana como el hermano Juan, dice, que produce tanta curiosidad como horror.

Baroja termina la carrera de medicina en 1894 y, como ya hemos dicho, sin apenas ilusión por enfrentarse a una carrera de médico que lo hará profundizar aún más en el dolor y la muerte. Realiza su tesis doctoral acerca del dolor y estudios correspondientes de psicofísica, en cuya conclusión dijo al catedrático que la vida normal no es una vida placentera. Es por entonces cuando, por pura necesidad de distracción, comienza a escribir relatos y cuentos, una forma como otra cualquiera —como dirá posteriormente Juan Benet a través de un ensayo sobre Franz Schubert— de acallar el dolor y de distraer la desesperación. Es también el viaje a la ficción del que hablara Vargas Llosa para ensayar sobre Onetti, y será también en El árbol de la ciencia donde, en uno de los diálogos de contrapunto con su tío Iturbide en la ficción, diga que: “El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que lo rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses que se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita la ficción para afirmarse. ¡Qué cantidad de mentira es necesaria para la vida!, dirá.

Durante su última etapa de estudiante de Medicina en Valencia, adonde fue buscando profesores menos ineptos y brutos que en Madrid, muere su hermano Darío de tuberculosis, algo que lo destroza y que quizá lo predisponga ya, poco antes del canto del cisne profesional en Cestona, para abandonar el oficio médico, a no ejercer una profesión tan dura —sobre todo por aquel entonces— para una persona hipersensible como Baroja. En Cestona, pequeño pueblo de Guipúzcoa, Baroja se convertirá con sólo veintiún años en lo que se llamaba médico de espuela, aquel que, sobre todo, iba en mula o caballo a las casas desperdigadas de los caseríos de la compleja orografía vasca, lloviese o nevara, y donde tratará a parturientas, hidropesías y heridas por ajustes de cuentas de mozos embravecidos. Mal pagado y —como siempre ocurre— harto de las diferencias con el médico más antiguo de la zona, que había llegado treinta años antes con el ejército carlista y más interesado éste en cobrar que en la ciencia, la higiene y la compasión, así como con el clero de la zona, que lo acusaba de ateo, Baroja rellenará con estas y otras jugosas anécdotas muchas de las mejores páginas de sus memorias. “En la medicina rural se ven cosas muy extrañas, a veces terribles, que dan quizá una impresión demasiado viva del fondo de egoísmo y brutalidad del hombre”, dirá. Es en ese momento, tras año y poco de ejercer una medicina dura y a veces sencilla (cuando las enfermedades eran tan claras no hacía falta diagnóstico, lo sabían hasta las parteras, que diagnostican el tabardillo, como se conocía al tifus y el dengue, como se conocía a la gripe por entonces) decide volver a Madrid y empezar a trabajar en la panadería —Viena Capellanes— que les había dejado en herencia una tía a los hermanos, algo que, una vez lanzado a la vida literaria, le traerá más de una broma de mal gusto, como aquella de que don Pío era un escritor con mucha miga, maldad atribuida a Rubén Darío. Por aquella época, algo que también recordó mi maestro Benet en sus memorias barojianas, pues lo había tratado en su juventud, Baroja había quedado tan disgustado de su profesión de médico que, cuando le preguntaban la profesión en algún documento oficial, prefería poner industrial panadero que doctor en Medicina.

Baroja, y aquí ya saben casi todos ustedes lo que sigue, comenzó durante esta etapa rayana con el siglo XX una de las obras más prolíficas, sólidas e inmortales de la historia de la literatura española. Desde Vidas sombrías, que es de 1900, a la trilogía Saturnales, que es de comienzos de los años 50, se sucede medio siglo ininterrumpido de obras, sobre todo novelas, producción artística a la que no afectó ni un exilio en París por la guerra civil y una gran porción de años sedentarios en su casa de Alarcón, cerca del Retiro donde tanto le gustaba pasear. Comprará cuando empezaron a funcionar sus libros un caserío espléndido en Bera de Vidasoa, y pasará allí temporadas de sosiego rodeado de una vasta biblioteca, de algunos de sus más queridos familiares y las más ilustres visitas. Fue tertuliano contumaz, escéptico y generoso. Dejó la medicina pronto, pero ésta quizá no lo abandonó a él nunca: su mirada de médico, su cercanía al dolor, su interés integral en el ser humano y en la ciencia lo hicieron, como predijera Flaubert, ver a las personas por dentro, y de esa forma vemos nosotros también a la galería maravillosa de personajes que pintara Julio Caro Baroja juntos en el mismo retrato, y que nos acompañarán siempre, más vivos que los que aún alientan. Hablo de Andrés Hurtado, de Eugenio de Aviraneta, del cura Merino, de Manuel Alcázar, de Lulú, de Shanti Andía, de Fernando Osorio, de Laura Monroy y de tantos.

En 1933, en la revista La medicina íbera, el doctor Álvarez Sierra dice sobre Baroja que el que sigue la licenciatura en Medicina y Cirugía, y durante siete años se acostumbra al racionalismo de sus disciplinas, al estoicismo de las salas de disección y a las crudezas humanas de los hospitales, quiera o no quiera, lleva para siempre en su espíritu un sello especial, inconfundible, que se manifiesta en su modo de pensar y de sentir.

Y en su modo de escribir, añado yo. Quizá, ambas disciplinas, medicina y literatura, como en el Evangelio de San Mateo, han sido y han de seguir siendo una sola carne. Y, como decía la citada poeta y médica, María Paz Otero, demostrar que el árbol de la ciencia y el de la vida siempre estuvieron plantados en el mismo lado del jardín.

 

 

3.Miguel Torga:

Y quiero hablarles ahora del doctor Adolfo Correira de Rocha, un nombre que a lo mejor no les dice nada pero quizá sí su seudónimo literario, Miguel Torga, un nombre escogido algo tarde, cuando ya había publicado unos pocos libros, por admiración a los dos Migueles de su vida, Miguel de Cervantes y Miguel de Unamuno; con una suerte de apellido obtenido de la flor de un arbusto típico de su tierra, la torga, frecuente en Tras os Montes. Había nacido en 1907, año en el que Baroja entregó a la imprenta su famosa novela Zalacaín el aventurero, y lo había hecho en una familia muy pobre de campesinos analfabetos, de quienes dijo toda la vida que había heredado el sentimiento de hacer las cosas bien hechas. Podría decirse que Torga no conoció el dolor una vez comenzó la carrera de Medicina, sino que nació en medio de él, en una villa, Sao Martinho de Anta, municipio de Sabrosa, donde él mismo tuvo que trabajar la tierra de su familia con sus propias manos. Fue un muchacho inteligente y vivaz que hizo que sus profesores de primaria aconsejaran a sus humildes padres que continuara estudiando, caso parecido a los escritores Albert Camus y Antonio Muñoz Molina. Dos eran las opciones que se abrían ante el muchacho: el seminario y la emigración. El chico, decía su madre, es demasiado contestón, no tiene madera religiosa, mejor que se marche. Aun así, prueba un año en el seminario de Lamego, de donde sale porque ha perdido la fe, algo, la cuestión religiosa, las dudas terribles y el silencio de Dios, que aparecerá en su obra de forma constante durante toda la vida. Prematuramente rebelde ante las condiciones de vida en las que vivían los hombres del campo en un país con uno de los mayores imperios de ultramar conocidos, tuvo la suerte de tener un tío indiano que ya había prosperado en Brasil, donde tenía una magnífica plantación de café. “Comenzaba a ser hombre; en medio de aquella energía tropical, también crecía. Mientras el cuerpo se desarrollaba en tamaño, en el alma sólo crecía la amargura de sentirme injustamente odiado por mi tía, de ser un extraño para mi tío, de vivir estremecido en el seno de la libertad”, dirá. Gracias a su escolarización en dicho país, a donde va siendo adolescente en 1920, y a la manutención de su tío a cambio del sudor de su frente, el joven Adolfo pudo regresar a Portugal con educación secundaria, que había cursado en el gimnasio Leopoldinense y un nivel adecuado para convertirse en estudiante universitario en la legendaria Coímbra, que no estaba demasiado lejos de aquel villorrio paupérrimo donde Torga, sin saberlo, había empezado a ver a las personas por dentro, en este caso sus tripas vacías y su miseria.

La carrera será pagada por su tío indiano como pago a su buen trabajo en la plantación. Será en esa ciudad, Coímbra, donde remate los primeros poemas completos, ya que lo que ha hecho en la etapa brasileña son primeros versos más bien de pastiche, de pura imitación a poetas admirados como Casimiro de Abreu. En 1928 publicará su primer libro con un título definitorio sobre su estado general ante el dolor del mundo, Ansiedad, un libro que no reeditará jamás. Allí, en los años universitarios, Adolfo Rocha, todavía no Miguel Torga, frecuenta la tertulia del café Central y se fascina con las primeras películas, una pasión, la cinematográfica, que también dura toda la vida.

Descubre lentamente a autores de referencia como Proust, Gide, Dostoievsky, Goethe, Jorge Amado, y comienza a participar en revistas literarias con algún poema. Escribe el poemario Rampa y se lo manda, en 1930, a Fernando Pessoa, al que quedan sólo cinco años de vida. Pessoa le contesta y le da algunos consejos sobre el uso de la sensibilidad y la inteligencia en la poesía, algo que el futuro Miguel Torga no comparte y así se lo hace saber. Más tarde, en esa primera etapa de los años 30, publica los poemarios Pan Ácimo y Abismo.

Diarista contumaz y autor de una monumental novela de autoficción dividida en los días de la creación del mundo, de título homónimo, yo no he conseguido averiguar el porqué de su ingreso en la facultad de Medicina en vez de la de Derecho o Ingeniería, pero estoy convencido de que alguien con una conciencia tan austera, humanista y compasiva no podía elegir una manera mejor de darse a los otros, a los que además del dolor de la injusticia y de la incultura, habrían de soportar el dolor del cuerpo. A diferencia de Baroja, hizo una buena carrera alojado en pensiones baratas, una carrera que termina en 1933, año en el que anota lo siguiente:

Médico. En conformidad a la tradición, apenas el bedel dijo que sí, que ya podía realizar recetas a la humanidad, conocidos y desconocidos me rasgaron de la cabeza a los pies. Y ahí vengo yo por las calles, un extraño ante mi propia realidad: un hombre desnudo, envuelto en tres metros de negrura, varado de lado a lado por un terror profundo que no dice ni adónde viene ni adónde va”. Tuvo algunos amores más correspondidas que otros y pronto aceptó, deseoso de su propio dinero y para olvidar la manutención de su tío, trabajos de médico sustituto (al igual que hizo Baroja) en pueblos remotos donde la medicina era integral y no tenía horarios, poco antes de trabajar un tiempo en su propio pueblo. Es por aquella época en la que comienza a escribir diarios, a mi juicio la mejor y más perdurable obra de Torga, por la que ha ganado la posteridad en justa lid y por el que lo seguirán admirando los aficionados a la literatura que aún no han nacido.

De una forma ininterrumpida hasta 1987, el otorrinolaringólogo en el que se convierte pronto nos va dando cuenta de su doble vida de médico y de escritor, vidas que se alimentan mutuamente, pues es del trato con los enfermos, de su dolor, de donde obtiene las mejores reflexiones morales y metafísicas de sus cuartillas, muchas de ellas escritas en los descansos de la propia consulta. “En casos desesperados”, decía al comienzo de esta etapa de sustituto por pueblos tan barojianos, “no había más que un recurso: anestesiar el dolor por todos los medios posibles. Y era en esas ocasiones cuando el poeta ayudaba eficazmente al médico. La imaginación acudía en auxilio de la ciencia, y, acto seguido, el condenado se olvidaba de sus padecimientos”.

Publica su primera novela con el seudónimo Miguel Torga en 1934, La tercera voz, año en el que se muda a Coímbra para ejercer de médico general primero y más tarde otorrino. Muere en 1935 Pessoa y escribe en Vila Nova una nota a la muerte del poeta a quien no quiso hacer caso en sus apreciaciones estéticas: “Murió Fernando Pessoa. Nada más leí la noticia en el periódico cerré la consulta y me fui a andar al monte, a llorar por los pinos y riscos la muerte del mayor poeta que hoy Portugal vio pasar en un ataúd para la eternidad sin ni siquiera preguntar quién era”. No cuesta imaginar lo que hubiese dicho de Pessoa de conocer en esos días la obra colosal que había dejado a su muerte tan sublime escritor.

La fama literaria es escasa y nadie sabe que tras la bata blanca del doctor Rocha, establecido en el Largo de Portagem 45 una vez terminada la especialidad, se encuentra el escritor Miguel Torga, algo que parece complacerlo también. Hombre hosco y de difícil trato, toda la sensibilidad que tenía dentro la mostraba a sus pacientes a muchos de los cuales, sobre todos los más humildes, no sólo no cobraba la consulta sino que regalaba las medicinas— y en sus cuartillas, donde escribe por entonces cosas de esta hondura lírica y humana: “Pero la vida es algo inmenso, algo que no se puede encerrar en una teoría, en un poema, en un dogma, ni siquiera en la desesperación total del hombre”. Y más adelante: “Está todo por hacer. ¿Y cómo no va a estar todo por hacer en mi vida si cuando debía estar leyendo a los clásicos andaba recogiendo café en una plantación; si cuando me apetece escribir estoy curando anginas, si cuando es necesario salvar al artista me pongo a salvar al hombre”. O esto otro de 1949, cuando ya es algo más conocido en los círculos literarios y lleva casado nuevo años con Andrée Crabbé, madre de su única hija, la entrada que mejor representa el proyecto magno de sus diarios:

Ya se ha ido el último paciente de hoy. Son ahora las seis de la tarde y llevo respirando desgracias desde las nueve de la mañana. Pero, por fin libre, estoy viendo cómo cae la tarde sobre la plazuela, animada a esta hora, y fumando un cigarrillo que, aunque me perjudique, me sabe a vida. Me daba tiempo a ir a una conferencia, pero ese error no lo cometo yo. ¿Qué me importa a mí en este momento lo que pasara a final de la edad media en Florencia? De miserias humanas ya voy bien servido hoy: he hecho de paño de lágrimas, he mitigado dolores, he curado lo que se podía curar. Le he echado al prójimo una mano de manera directa, sin filosofías: la sangre brotaba y yo la contenía. Dentro de un rato, cuando anochezca, podré olvidar lo vivido o, mejor aún, decida convertirlo en literatura”.

La prosustiana obra de autoficción La creación del mundo la irá publicando a lo largo de varios años por tomos, y poco después de la publicación del llamado “Cuarto día”, cuya temática es la guerra civil y un viaje a Italia, donde critica a Franco y Mussolini, es apresado por la policía política de Salazar, la temida PIDE, en Leiría, y será encarcelado unos meses en los que, a la manera de un San Juan de la Cruz laico, recibe una gran inspiración poética.

Hemos de decir que toda la obra de Torga, desde un comienzo, será autoeditada, algo, una costumbre, que empezó para evitar la censura previa y que acabó siendo un gesto de orgullo. Hasta el último día, cada vez que terminaba un libro, el médico de Coímbra iba a una imprenta y hacía una tirada modesta que luego repartía entre unas pocas librerías. Una portada austera, como todo en él, donde se leía el título, su seudónimo y la palabra Coímbra debajo a guisa de sello editorial. ¿Para qué más? No fue obstáculo esto para que más de una vez sonara su nombre como candidato al Nobel de Literatura.

Soy médico y poeta y ni en la piel de uno ni en la del otro me siento justificado. En el rostro de cada enfermo estoy viendo siempre el rostro de la muerte, cuyo triunfo, en el mejor de los casos, no hago sino postergar. En cuanto a mis poemas, no es bueno que diga lo que pienso de ellos. Y al final de cada consulta, o después de imprimir un libro, me dan ganas de correr detrás del paciente o del lector y confesárselo todo: confesarle que la receta es inútil y que los versos son inútiles también, porque el destino es más fuerte que mi pobre ciencia, y la poesía más alta que mi terrosa inspiración”.

Miguel Torga murió en enero de 1995, con la misma edad que Baroja lo hiciera en 1956, y está enterrado en el cementerio de su pueblo natal, Santo Martinho de Anta, cuya tierra, que él mismo labrara, lo acoge con la más humilde y austera de las lápidas del camposanto. Tras toda una vida en contacto con la pobreza, la enfermedad y la muerte, lúcido al final, su último tomo de diarios es digno de uno de los grandes estoicos romanos, donde se hallan reflexiones tan bellas como ésta, tan paradoxalmente vitalistas: “Vivir. Esa es la única salida airosa. Vivir hasta el límite de nuestras fuerzas, dándole al temor de cada célula la ilusión de la esperanza. No hay bien que se pueda comparar al de despertarse por la mañana y cobijar en nuestros ojos el paisaje del mundo. Hay que resistir en cuerpo y alma hasta donde nuestro corazón puede. Que nuestra muerte sea una villanía que se nos hace padecer, y no una cobardía que nosotros cometemos”. Fue también cazador de perdices, un incansable viajero e iberista convencido que dijo ser un portugués hispánico que, aunque residía en Coímbra, respiraba todo el aire peninsular y al que gustaba sentirse gallego, castellano, andaluz, catalán y vasco. “Como a la dura condición de existir uno la de escribir, mucho papel llevo labrado ya con el relato de emociones de esta relación física y espiritual sin fronteras”, dijo en el prólogo a su obra magna, La creación del mundo. “No tengo moderación en nada. Trabajo en exceso, sufro en exceso, vivo en exceso. Voy a por todas en todo, como si cada minuto fuese decisivo en mi destino. Duermo despierto, ando al galope, muero por anticipación”, dice en su apogeo vital.

Como Baroja, Torga no fue una persona conocida ni popular, y sólo al final de su vida se abrió a alguna entrevista u homenaje de reducidos admiradores de las letras ibéricas y cariocas: siempre defendió su obra y nunca su imagen. Era tal su celo y su independencia, rayana en la patología, que se negó a firmar un libro, tras invitarlo a comer, al ex ministro César Antonio Molina una vez fue éste a entrevistarle para El País en los primeros 80.

Alguna vez contó Camilo José Cela lo mucho que le sorprendió que durante un paseo que dio con don Pío Baroja desde su casa de calle Alarcón hasta el final de la calle Alcalá no fuera reconocido por nadie a finales de los años 40. Y en Coímbra nadie podía imaginarse que tras el hombre áspero y generoso de la bata blanca llamado Miguel Torga, estuviera uno de los grandes escritores en lengua portuguesa, el mismo que, cuando venía a Sevilla, decía cosas como ésta: “Aquí, Dios se pasea por la calle, la voluptuosidad está en el mismo aire que se respira, la belleza se tropieza con nosotros a la vuelta de cada esquina. Una calesa a paso de caballo es el carro de fuego de Elías en pleno vuelo. Las mujeres se cimbrean como palmeras. (…) Gente que ama con la complicidad del cielo. Una especie de vida eterna en rodaje, en un paraíso experimental”.

Ambos, don Pío y don Miguel, hicieron en su juventud el juramento hipocrático y se echaron encima, como una pesada carga, como Jesucristos laicos, el dolor de la humanidad. Con ello a cuestas dedicaron las mejores horas de sus vidas apesadumbradas y atónitas a desarrollar unas obras literarias descomunales en tamaño y calidad, obras que los han sobrevivido, algo que sólo ocurre con los más grandes escritores, sobre todo aquellos que tienen la fortuna, otra vez Flaubert con su ‘mirada médica de la vida’, de ver a los seres humanos por dentro.

He dicho.

Muchas gracias.

4-Bibliografía

Obras completas, Pío Baroja. Volúmenes 1 al 18. Círculo de Lectores, 1999.

Desde la última vuelta del camino, Pío Baroja. Volúmenes 1 al 6. Editorial Caro Raggio, 1982.

Diario (1932-1987), Miguel Torga. Alfaguara, 1988.

La creación del mundo, Miguel Torga. Alfaguara, 1995.

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