Una meditación
26 de Noviembre de 2015
No sabría contestar a por qué escribo diarios. Tampoco, dicho sea de paso, sabría responder a por qué escribo novelas, relatos y algún artículo de opinión. Ser escritor de diarios (íntimos, añaden algunos) supone de entrada un gran deseo de dejar algo donde en un futuro no habrá nada; donde no estará (algo que parece claro) el yo pensante que dirige la pluma o la tecla. Hasta el momento, siendo uno asiduo lector de diarística (sobre todo patria), el que tal vez haya sintetizado mejor en unas pocas palabras la necesidad a veces angustiosa de escribir meditaciones en un cuaderno es el suizo Henri-FrédéricAmiel, que se preguntaba cuántos hombres de los miles de millones que habían vivido en la Tierra hasta su llegada en el siglo XIX habían dejado una huella gloriosa. Él, pesimista, creía que habían sido poquísimos los afortunados y laboriosos que habían sorteado con éxito la fosa común del olvido. Pensaba que lo demás, los que no quisieron decir que habían estado aquí, era humus histórico, basura humana que acumulan los siglos.
Ciertamente, si escribimos los que lo hacemos es porque nos horroriza el no ser, la posibilidad de no estar, y como eso es a partir de una edad (la línea de sombra de Conrad) el pensamiento invasivo y desagradable más recurrente, el hombre lúcido (¿el hombre desgraciado?) inventa todo tipo de tretas para huir de tan insoportable idea. Una de las estratagemas que el artero humano pensante ideó es la de la posibilidad metafísicamente compleja de sobrevivir a la biología en forma de palabras y hojas. Dejar, por decirlo de algún modo, la vida encuadernada, y pensar que de esa forma, remota e inexplicablemente, se pueda alcanzar una eternidad que, sin embargo, también nos desasosiega.
Un diario, de todas formas, sólo podrá recoger una parte de esa vida. Únicamente podrá plasmarse en él la pulpa de un fruto, pero nunca su perfume, que, como los pensamientos y las pasiones, se evaporará sin dejar rastro. El método, también nos recuerda Amiel, no es perfecto, pero consuela. Porque, ¿qué hay tan fascinante como ver los cambios que se dan en el yo? Uno no es ya el que fue ayer, no digamos el de hace tres años. Descubrirse a uno mismo como múltiple, contradictorio y absurdo: todo esto, aunque pueda parecer lo contrario, también sosiega y da esperanza, y contribuye a ampliar el campo de batalla y a mejorar las defensas con las que hacer frente a la descarnada realidad.
El fin, el estado óptimo, sólo habría de conseguirse cuando, como nos recuerda el ínclito diarista Andrés Trapiello, no sepamos si formamos parte de la página de un libro o de la realidad; de la página de un libro que es real o de una realidad que sólo está hecha de literatura.