Un viaje en la memoria
Corre el tiempo deprisa –o al menos eso parece-, y con él corren también a la par numerosas experiencias, muchas de las cuales quedan almacenadas en la memoria, sean agradables o no. Una de las costumbres que más huella han dejado y dejan en el caso de uno son las relativas a los viajes. No es que uno se pase la vida de aquí para allá, pero me tengo por un contumaz viajero, que siempre que puede se marcha a conocer algo del mundo. Creo que conozco relativamente bien Europa y sus capitales, y he estado en Estados Unidos y también en el África negra. Por el Este, he llegado hasta Turquía, pero es España, lo que algunos llaman patria, lo que mejor conozco. Hago un repaso y apenas queda una sola provincia que no haya visitado con mayor o menor tiempo y pasión.
Por otra parte, son tantos los libros que uno ha leído que a veces tengo la impresión de haber viajado todavía más de lo que lo he hecho en realidad: podría jurar que he visitado la India y las Islas Galápagos, o el Congo, o los estados sureños de EEUU. Y en parte es ésa la grandeza de la literatura, que al final se transforma en vida igual que la vida acaba transformándose en literatura de vez en cuando.
Hablo de viajes hoy porque una canción guardada en el escritorio de un viejo ordenador que he tirado a la basura me ha transportado, súbitamente, a Sicilia, a finales de octubre del año 2004. Acababa de terminar la carrera, y mis padres me habían regalado un viaje. Yo decidí ir a Palermo, donde estudiaba un año de Erasmus en Farmacia mi gran amigo Ignacio, influido por el peso excesivo que tenía –y tiene- en mi memoria cinéfila la trilogía mítica de Coppola. Era la primera vez que volaba solo, y era la primera vez que, en unos años, salía del horror en el que se habían convertido los últimos años de universidad debido a la enfermedad de mi hermano.
Lo pasamos en grande recorriendo la isla entera: Palermo, Catania, Siracusa, Taormina… Corleone. Fue un viaje maravilloso, una semana en la que no pensé ni un minuto en la vida adulta que me esperaba al regresar, ni en lo que estábamos sufriendo todos en casa; únicamente pensaba en disfrutar y en llevarme el mejor recuerdo posible de la vieja isla mediterránea donde Platón le contó a Dionisio qué era aquello del filósofo rey.
Al regresar, mi padre, cariacontecido, con una chaqueta de cuero y fumando ansiosamente un cigarrillo, me recogía en el aeropuerto de Málaga, tras dos trasbordos de sendos vuelos llenos de turbulencias, que ya empezaban a presagiar alguna calamidad. Volvemos otra vez al infierno, me dijo a su manera. No te hemos querido decir nada, pero pasa esto, creo que añadió. Pasó eso y pasó la pesadilla también unos años después, convertida hoy en un vulgar fantasma empeñado en atormentarle a uno algunas noches de insomnio. Nada más.
Mi amigo Ignacio perdió las fotos del viaje y apenas he recordado, hasta hoy, aquella semana en Sicilia. Una sola canción de los discos de música italiana que allí compré, cual magdalena de Proust, ha obrado el milagro de que haya vuelto allí, a la estación de autobuses de Palermo, una madrugada de hace casi doce años, donde me estaba esperando mi buen amigo para llevarme a su enorme y señorial piso compartido con un italiano y una guapa portuguesa que, por cierto, no me hizo demasiado caso.
Algún día, muy pronto, iré a Granada e invitaré a comer a mi amigo. Tal vez se me ocurra entonces alguna forma de darle las gracias por esa semana que –ahora lo sé- sigue viva en la memoria.