Primum non nocere
Primum non nocere: lo principal es no hacer daño. Es ésta una máxima de Hipócrates que preside el ejercicio laboral de todo profesional de la salud, algo que no entiendo muy bien por qué no rige también en los profesionales de la política y en el resto de la sociedad. La vida es muchas cosas, pero aunque nos cueste verlo en estos tiempos acelerados e hipertecnologizados, la vida es también dolor. Dolor ontológico a la intemperie del tiempo, dolor físico, dolor psíquico, melancolía. Como dijo Melville por boca de un escéptico marino, quizá el hombre no sea más que eso: una grandeza y un dolor.
Contra este dolor con el que nacemos, un trillizo con el otro hermano llamado miedo que describió Hobbes, para paliar las resultas de la fugacidad, la fragilidad y la levedad, nacieron el Estado, la justicia, la medicina, la religión, el derecho, el arte y las neuronas espejo que nos hacen ponernos en el lado del que sufre. Sin el dolor no se entiende al ser humano, y la vida, más allá de un combate contra la depresión –en acepción freudiana- consiste en encontrar maneras para soportar el dolor y la angustia, la extrañeza de vivir en un mundo incomprensible donde, de vez en cuando, hay migas de Kairós, del polvo de Dios que Unamuno no conseguía ver por ninguna parte.
Hablo del dolor porque lo conozco, y no sólo por mi profesión cercana a la enfermedad y la muerte, y porque es precisamente el dolor de los más vulnerables de la sociedad, los niños, lo que una sociedad rica y próspera debe conseguir eliminar lo más perentoria y rápidamente posible. Un solo niño que sufre ya es un fracaso del mundo.
Se habla estos días de muchas cosas, todas ellas envueltas en la cháchara, el ruido, la demagogia y el caos. De entre todo ese barullo ayuno de inteligencia y racionalidad uno extrae algo fundamental, que hay padres que se oponen a que sus hijos reciban lecciones en los colegios acerca de cómo es la realidad de la sociedad en las que habrán de ser jóvenes, adultos y ancianos de una polis cada vez más compleja y más cosmopolita. ¿Quién puede oponerse a esto? Por lo visto muchos.
Una desafortunada y poco pedagógica expresión de una ministra desata la tempestad de algo que ya se ha venido tratando desde hace lustros, y que se resume en que hay padres –progresistas radicales por un lado y conservadores fanatizados por otro- que no aceptan que su modelo moral, su manera de entender la vida y la sociedad, no es la única que rige en la polis. Uno puede transmitir sus valores a sus hijos, faltaría más, pero éstos han de ser libres para elegir si los secundan o los rechazan, sabiendo que otras opciones son igualmente éticas, legales y morales.
Cuando era pequeño escribía, dibujaba, pintaba y leía, prefería eso a los juguetes y los deportes. Quizá desde muy joven esa fue mi manera para defenderme del dolor. Fue siempre así, tanto que pensaba dedicarme a ello toda la vida, porque mi dolor era –y es- de corte metafísico, no como otros dolores que tuve cerca y que hasta más tarde no comprendí. Nací en un medio privilegiado y progresista, con padres cultos y acomodados, y a los más de veinte años la homosexualidad confesa de mi propio hermano me supuso un mazazo descomunal. Estaba comenzando la década del 2000, creo recordar, y aunque él había pasado una enfermedad gravísima, hice de aquello un mundo. No tanto por lo que hiciese con su cuerpo, sino porque temía que se rieran de él, de mi hermano menor, que tuviese una vida desgraciada y miserable, como yo presuponía que tenía todo aquél que no fuese heterosexual, palabra que yo asociaba a natural y normal. Si yo, en una familia burguesa socialdemócrata pensaba así, ¿qué podían pensar en otras familias menos instruidas o más conservadoras?
A mí nadie me había explicado nada, y el que lo hizo fue tan de soslayo que devino inútil. Ni mis padres, ni mis tíos, ni mis maestros y profesores de colegio privado acertaron a mostrarme la realidad. No los culpo, eran otros tiempos. Yo conocía la homosexualidad por los chistes, los insultos y por las historias de escándalos de pueblo que me contaban con el secretismo pontificio de un pecado. Cuando siendo adolescente hice saber a una profesora de universidad conocida de la familia que quería estudiar Filosofía y Letras, ésta me dijo que me dejase de mariconadas y cosas de mujeres, que yo tenía que ser médico o farmacéutico como casi todos los ascendientes de mi familia. Todavía en mi infancia y juventud ser gay era sinónimo de marginal, estremece pensar qué se pensaría de lesbianas y de transexuales. En mi niñez los hombres reían y fumaban en las sobremesas familiares mientras las mujeres quitaban la mesa y fregaban los platos.
No quiero eso para mis hijos, ni para nadie. En una generación por encima de la mía hubo gente cercana que decidió no vivir con algo que hoy es por fortuna normal, real y legal. ¿Por qué no puede saber un niño que hay atracción de hombres por hombres y de mujeres por mujeres? ¿Y si algún chico o chica no se siente lo que indican sus genitales? ¿A alguien se le ha pasado por la cabeza el dolor que puede sentir un niño ante el descubrimiento de su sexualidad si su entorno juzga eso como una enfermedad y una perversión? ¿No tiene derecho esa criatura a saber, fuera de casa, que lo que siente es algo normal y de que tiene derecho a la felicidad y al placer como los demás de la clase? La normalidad llegó al país a través del colegio y el bachillerato públicos que, también hay que decirlo, contribuyeron a derruir los propios socialistas con la antimeritocrática y demagoga Logse. Todas las exageraciones, en la actualidad hipertrofiadas por el populismo de izquierdas y un feminismo radical empeñado en ser antipático, no hacen sino cumplir la tercera ley de Newton, provocando una reacción de fuerza en los sectores más reaccionarios de la sociedad, ahora con un partido a su medida.
Como siempre digo, yo no tengo certezas ni certidumbres, sólo escribo libros y procuro ejercer bien mi trabajo de farmacéutico, pero gracias a esto sí tengo una convicción, primum non nocere, el no hacer daño como bandera ética. Estoy convencido de que incluso aquellos padres más seguros de su religión (ya sea cristiana o posmoderna populista de izquierdas) y más iracundos en su legítima aspiración educacional y moral, quieren que sus hijos sean, sobre todo, felices. En su fuero interno saben que es el azar el que determinará su sexualidad, su salud y su futuro, pero que sólo la educación y la cultura los harán seres libres, compasivos y tolerantes. La caricatura que hacen hoy día la extrema izquierda y la extrema derecha no es la realidad, basta salir a la calle. Somos uno de los países más abiertos y permisivos del mundo, y ojalá lo sigamos siendo.
Sé lo que es el dolor, y sé lo que es ser padre. Cuando vi a mis dos hijos por primera vez sólo tuve un pensamiento, sólo les dije una cosa entre susurros, junto a la cama de su madre en el hospital: no os quepa duda de que haré todo lo que esté en mi mano para que el dolor, cuando llegue, os haga el menor daño posible. Ojalá seáis dignos de ser felices.