Preludio de “Jerusalén”
Como casi todos los niños españoles de una edad, he nacido y vivido bajo una cultura judeocristiana que, a veces imperceptiblemente, nos ha ido inculcando buena parte de los mitos hebreos, así como las andanzas, milagros, pasión y muerte de Jesucristo. Aunque empecé a escribir en serio tarde, a los treinta años recién cumplidos, tengo el convencimiento de que la literatura ha marcado mi vida desde muy temprano: más allá de la lectura constante y fecunda, es un verdadero entusiasmo lo que he sentido desde muy niño por las historias mitológicas, legendarias, religiosas y también familiares. He pasado la vida demandando ficciones a todo el mundo, a los mayores que me han rodeado, a mis padres, tíos, y ahora a los pacientes que atiendo a diario, cuyas vidas, situadas en el envés de la historia, son mucho más ricas de lo que mucha gente podría imaginarse. Con todo ello, desde hace casi diez años, mezclada con vida y lecturas, he ido haciendo mi obra literaria.
Fue hace cinco años cuando decidí salir de la apasionante y secular tradición oral y el picoteo gozoso a la Biblia que tenía en casa desde las pretéritas clases de catequesis y leer la Biblia entera, de cabo a rabo. A ello me espoleó fundamentalmente el conocimiento de la llamada Biblia del Oso, la primera que se tradujo al castellano, publicada en Basilea, en 1569, por Casiodoro de Reina, monje jerónimo reformista. Escuché a un entusiasta Félix de Azúa decir que era ésta una Biblia en grand style, como si Cervantes o el padre Sigüenza la hubiesen redactado. Tardé un año y cinco meses en leer los cuatro tomos en los que está dividida, un rato cada noche. Fruto de ese entusiasmo empecé a redactar estos cuentos, mezclando en ellos los mitos hebreos y el mito de mi propio territorio –Majer– y su mundo. Me centro en el Antiguo Testamento por ser el literariamente más rico, lleno de metáforas, símiles y parábolas maravillosas, el mismo que utilizaron para inspirarse autores que a su vez lo han hecho conmigo, como Faulkner y su legítimo heredero español, Benet.
Entono el mea culpa acerca de la ambigüedad, la posible dificultad de los cuentos y su relación con dichos mitos hebreos, ya que unos aparecen más claros que otros. En cualquier caso, no busco un lector erudito en la Biblia hebrea, sino emocionar al hipotético lector con lo que creo son historias que sólo buscan llegar, como ya hicieron los primeros escribas judíos, a lo más profundo de nuestra temerosa y frágil alma.
Este libro está dedicado a mis abuelas, Lola y Victoria, que me hablaron de la historia sagrada y con las que fui a misa por primera vez antes del agnosticismo prematuro; y a la memoria de Carmela Hériz, que fue la primera persona a la que vi leer la Biblia con lápiz, y de quien oí por primera vez el nombre de Yavhé. Y también, cómo no, está dedicado a Mariló Borrego Ruiz, que contará a mis hijos –sus nietos– las historias que me contaron a mí, y que creyó en mis libros cuando sólo lo hacíamos mis editores y yo.