Metáfora del átomo. El estilo literario
El estilo es el hombre, dijo Buffon, pero yo creo que –además de eso, que es completamente cierto– el estilo es un núcleo, el núcleo de un átomo. Usando la estructura atómica (la actual, no el primer esbozo de Demócrito de Abdera), creo poder responder a algunas preguntas que se hacen a escritores sobre el estilo literario y las influencias que ha podido recibir éste. Si Hegel decía que el Dios-Absoluto no existe, sino que está existiendo, a mi juicio el estilo no se fragua un día determinado y remoto y para siempre, sino que se está haciendo de forma constante, porque un escritor –un buen escritor– es ante todo un lector, alguien que permanentemente lee y por tanto es permeable a influencias. He aquí donde mi teoría del átomo toma cuerpo.
El estilo propio y medianamente definido sería el núcleo de ese átomo, una zona de masa positiva enorme compuesta por uno o más protones y un número igual de nucleones, un sello propio –tipo ADN– con el que el escritor ha nacido o se ha hecho, y que poco tiene que ver con lo racional. Pero nada puede hacer ese núcleo sin los electrones que orbitan a su alrededor, que serían los escritores –los estilos de los escritores– con los que un escritor queda fascinado y lee una y otra vez durante toda la vida, de tal manera que un escritor sería orteguianamente su estilo –si lo tiene– y las circunstancias de su estilo, de las que no se puede (como no puede desprenderse el átomo de sus electrones) separar. El átomo es un todo o no es nada.
Soy hombre de ciencias, y pido perdón por utilizar estas metáforas. Viene todo ello a cuenta de que –de cara a a publicación de un libro donde hablo del estilo y la ambición– le han preguntado a uno, otra vez, por sus influencias y maestros. De repente, como Leucipo de Mileto, pensé en átomos, y lo vi claro. Mi estilo –el núcleo de mi literatura– es el que es (o el que está siendo), pero poco o nada haría ese átomo literario sin los seis electrones que siempre lo acompañan: el electrón Conrad, que me enseñó que la vida y la escritura son aventuras peligrosas y fascinantes; el electrón Faulkner, del que aprendí el uso de la metáfora y la polifonía; el electrón Onetti, que me hizo un pesimista lúcido y piadoso; el electrón Proust, que me alargó las frases y me enseña a usar la literatura para detener el tiempo; el electrón Benet, que me hizo ver que se puede ambicionar la gloria literaria sin ser escritor profesional; y el electrón Lobo Antunes, del que aprendo a poner palabras a las emociones, a todo lo que ya estaba antes que el lenguaje.
¿Cargas negativas? No lo creo.