Rafael Maldonado – Escritor : Los trabajos y los días

Los trabajos y los días

Rafael García Maldonado | 09/06/2021

Es posible que Kipling siga teniendo razón: nuestros padres mintieron. Ayunos de guerras y calamidades como la que atañeron al escritor británico y todas las generaciones de la historia hasta hace sólo dos, los padres (de un tiempo a esta parte) mienten de otra forma a sus hijos, y me incluyo: no queremos que sufran el más mínimo contratiempo, ni que descubran pronto el conflicto permanente de la vida, ni que sean en las aulas con ellos demasiado severos, ni que estudien carreras que les lleven a un futuro que no les haga plenamente felices. ¡Como si esto último fuese posible! Estoy convencido de que una de las funciones fundamentales de los padres es la domesticación del romanticismo innato, con el que, provenientes del estadio estético de la vida, venimos al mundo. Unos padres lo consiguen y otros no, eso está claro.

¿Cuántos padres no les han dicho a sus hijos que estudien en la universidad lo que le guste? ¿Cuántos se atreven a recomendar a sus hijos la formación profesional en vez de la universitaria? A esto hay que añadirle que también son demasiadas las opciones donde elegir, muchas de las cuales no tienen ni materia, ni consistencia ni un mercado que demande a dichos egresados.

A muy poca gente he oído decir que existen demasiadas carreras universitarias absurdas e inanes, con temarios y competencias que podrían pertenecer perfectamente a la formación profesional e incluso a cursos de verano. Las resultas de una oferta abundantísima acorde a los gustos de jóvenes románticos llena los países de “licenciados” que, como tales, creen merecer un mercado de trabajo acorde a la sociedad que tanto ha invertido en su formación. Como no suelen encontrarlo, hay una lógica frustración, que se acrecienta en los últimos tiempos por el dinero de los másteres y posgrados. Y es que claro, tampoco somos capaces de decir que no todos los universitarios y todos los licenciados son iguales, ni que el mérito es mayor en una carreras y en otras y en unas universidades (públicas) que en otras (privadas). Como reina el enrase, y normalmente por abajo, un licenciado en Medicina de la Complutense habría de ser lo mismo que uno en Comunicación Audiovisual en una privada de provincias, y no hace falta explicar que ni son lo mismo ni pueden ganar lo mismo.

 

Estas humildes reflexiones me vienen a las mientes porque es imposible sacudirse de encima el caso Ana Iris Simón, que sigue, y bendita sea la joven escritora en ese punto, dando que hablar. Yo creo que Ana Iris no tiene razón, pero me encanta que haya dicho lo que ha dicho, que no es poco. Por lo que he leído de su libro –que no terminé– sé que es de una familia humilde, la primera licenciada de una estirpe. Como es lógico, eso es, para un socialdemócrata como yo, algo maravilloso, un acontecimiento del progreso y el ascensor social, pero también es algo que no quiere decir, en este caso, demasiado. Quizá ni ella ni sus padres (y mucho menos sus abuelos feriantes) lo sabían, pero en el mundo de hoy muy poca gente puede defenderse con una carrera como Periodismo en la jungla de la capital (y con dificultad fuera de ahí). O con Magisterio, o con Publicidad, o con Terapia Ocupacional, tanto da. ¿No lo sabía ella? ¿Nadie se lo advirtió? Yo entiendo que ser licenciado, o graduado, es algo importante, o era, pero ya no lo es, hace tiempo que no. Salvo de las carreras clásicas sin apenas paro, a saber: Medicina, Farmacia, Ingeniería, etcétera, y las oposiciones también “de toda la vida”, ya no se va a ningún sitio con el título a secas, y, como digo, mucho menos con los de carreras muy fáciles de donde sale mucha gente, y mucho menos todavía, quizá, donde se acumula una gran parte de la población buscando ese trabajo, que suele ser, ay, donde más caras son las casas y los alquileres. La queja de Ana Iris no logro entenderla a título individual, pero sí algo más acerca de una colectividad –los jóvenes– que se han precarizado en muchos sentidos, sobre todo en el del acceso a la vivienda, el gran drama nacional. Ellos no tienen toda la culpa, y la sociedad, el sistema, no es capaz de decirles que les mienten, y que es preferible ignorar que competimos en un mundo despiadado donde producimos en un año lo que un chino en quince minutos, y donde multinacionales miserables no pagan un solo euro de impuestos en países donde ganan fortunas. El mundo, este mundo de hoy, es el mejor de la historia, pero sigue estando mal hecho y lleno de problemas.

 

Mi caso lo tengo muy a mano, y quizá sirva para algo. Al contrario que Ana Iris Simón, vengo de una familia acomodada. Los ascendientes de mi padre hasta varias generaciones eran farmacéuticos y abogados terratenientes, y médicos y militares los de mi madre. No soy escritor o me siento literato desde hace ocho años en que publiqué mi primer libro, sino de siempre. Me atraían las humanidades, sobre todo la historia, la filosofía, la literatura, el cine, etcétera, pero mis padres no contemplaron nunca que yo me dedicase a nada de eso. Ser escritor no era –y sigue sin ser– un trabajo. Estaba en el ambiente, nunca me dijeron nada, pero yo sabía que sólo podía elegir entre la medicina o la farmacia no sólo por ellos, sino por mi propio bien. Ellos, a su manera, sé que pensaban lo que tantos padres preocupados por sus hijos, eso que siempre dice Lobo Antunes que decían los suyos: “Los artistas están muy bien, pero fuera de la familia”. Precisamente porque tenía –y tengo– un alma de poeta maldito sabía que con esa debilidad de espíritu no me iba a poder defender en la jungla de la vida, y prefería una carrera segura, de las que siempre tienen trabajo, y no creo haberme equivocado. Mis hermanos quizá no estudiaron farmacia o medicina como los padres, abuelos y bisabuelos porque estas carreras fuesen difíciles o largas, sin porque son más fuertes que yo, más inteligentes y más aptos para las contingencias de la vida. En el mundo actual, el que nos ha tocado, hay que ser darwinianamente muy bueno para sobrevivir dignamente en el campo de batalla de la vida con el escudo de tu fortaleza y la espada del talento, cosas que importan más a los empleadores –si los hay– que el título de licenciado en cuestión. Por eso triunfan muy pocos periodistas, muy pocos publicistas, muy pocos escritores, etcétera, porque la excelencia es un bien escaso, y conviene tenerlo claro.

 

Me cuesta mucho sacar tiempo para escribir, lo hago en horas espantosas dejándome la salud, pero no me queda otra, y estaría bueno que me quejase. El ejercicio de la farmacia en un pueblo durante dieciséis años me lo ha dado todo. El contacto tan profundo y cercano con el dolor del mundo me hizo mejor escritor y mejor persona, mejor padre, mejor pareja, mejor amigo. He tenido mucha suerte en la vida, mi línea de salida estaba algo amañada, es verdad, pero creo que he dado y doy lo mejor de mí todos los días, y mi maltrecha conciencia a veces respira aliviada por ello. Los pacientes con los que trato a diario me han enseñado más que los libros, y por eso, porque conozco las penurias que han pasado muchos, no puedo entender a Ana Iris Simón en su nostalgia no literaria o estética del pasado. Trato aquí con viejecitas que no saben leer y escribir y que matarían por saber, con gente no tan mayor que no ha ido nunca ni siquiera a Madrid, he visto a ancianos llorar contándome cómo sus padres los repartían siendo niños entre los cortijos por la falta de medios, y a algunos contarme que para quitarse el hambre de la adolescencia se daban tortas en la cara. Y qué decir de los avances en medicina y farmacología, cuántas vidas han salvado y dignificado.

 

En definitiva, que entiendo el malestar de Ana Iris Simón pero no sus soluciones, y que estoy convencido de que el niño que lleva en el vientre será un niño más feliz y más pleno que su querido abuelo, porque quizá ella no cometa con él el error que nuestro erróneo sistema, voluntariamente o no, han cometido con nosotros: el de ocultarnos la verdad sobre lo que hay ahí fuera.

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