Joseph Conrad y mi mundo
Lee uno ahora a Conrad. Otra vez. Pero no se trata de novelas ni de sus cuentos extraordinarios, ahora son biografías lo que me tienen el día entero entusiasmado. Una de ellas ya la había leído hace unos años, escrita por Juan Gabriel Vásquez con el título Joseph Conrad: el hombre de ninguna parte. Amena, no muy extensa, es un fiel resumen de la vida apasionante que llevó el hijo de revolucionarios aristócratas antizaristas, el vástago díscolo de un poeta polaco sin demasiada suerte en las letras de su patria. La otra biografía tiene la peculiar característica de estar escrita por su propia mujer, Jessie, Joseph Conrad y su mundo, que nos narra en un tono a veces cómico la vida más íntima del antiguo primer oficial de la marina mercante de la Royal Navy: sus profundas contradicciones ideológicas -decía que era conservador y progresista a la vez-, su mala salud (gota, resquicios de malaria), su desconocida irascibilidad y la excesiva confianza que tenía en sí mismo y en su talento. A la tercera de las biografías, la digamos oficial, Las vidas de Joseph Conrad, aún no he podido echarle siquiera un vistazo, pero no tardará uno en buscar ese hueco que tanta felicidad contiene para un lector entusiasta.
Al día siguiente de la presentación en Málaga de mi segunda novela fui a trabajar con mi padre, en su coche. Como casi todos los días, en el trayecto hablamos de literatura. Recordé mis palabras en el acto del Centro Andaluz de las Letras acerca de mis influencias y siempre, por mucho que intente uno variar ese repertorio de citas y nombres, está Conrad en mis pensamientos. Le decía a mi padre que siento, como con pocos autores, un agradecimiento extremo a su figura, a su obra y a su personaje. Yo no he llorado nunca -que yo recuerde- con un libro, por mucha que haya sido la emoción que me haya proporcionado. Sí he llorado con una novela de Conrad. De emoción, sí, de emoción estética -por el estilo, la forma de contar la historia-, y por emoción épica; por la grandeza moral del relato y por la inmensa carga de humanidad, valentía, lealtad y honor que adornan la poderosa trama del mismo. La novela en cuestión se llama a veces Con la soga al cuello y a veces El final de la cuerda, pero es la misma maravilla, la misma obra maestra. Con las demás, con casi todas -sobre todo Nostromo y El corazón de las tinieblas-, he sentido una elevación espiritual semejante, pero sólo con las malandanzas del capitán Whaley y el secreto sólo confiado a un marinero malayo me hicieron mojar las páginas con mis lágrimas de lector entusiasmado.
Tengo en mi escritorio, junto a una foto de mi abuelo (que también pasó buena parte de su vida en el mar), una foto de Joseph Conrad enmarcada. Con su sempiterno pitillo en la mano, mira hacia donde yo escribo. Cuando me atasco, cuando no sé cómo seguir, lo miro. También le pregunto, abro sus libros, subrayo, leo en voz alta. Y luego, cuando fluye mi texto, le doy las gracias.
Por su culpa me lancé al mar, y conseguí ser patrón de barco. Ahora, gracias a la biografía de Vásquez, sé que a él le pasó algo parecido. Leyó tanto en su infancia que a los quince años, sin haber visto siquiera el mar, le pidió a su tutor y tío que lo llevase a Marsella, que quería ser marino.
Conrad llegó a ser capitán de la marina mercante de la Royal Navy, a ser un estilista inglés de primer nivel y a escribir novelas maravillosas. Uno, todavía, sigue soñando.