Rafael Maldonado – Escritor : Espinosa

Espinosa

Rafael García Maldonado | 03/01/2017
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Cuando uno se pasa la vida leyendo y viendo cine, recuerda muchas situaciones que son comunes a la totalidad de las sociedades humanas. Casi nunca me había ocurrido a mí, sin embargo, una muy habitual: quedar con una persona y que ésta no acuda a dicha cita porque hay algo inaplazable que se le ha interpuesto en el camino.

El pasado día veintinueve Antonio Espinosa Úbeda –para mí siempre don Antonio– me había agregado como amigo a una conocida red social. Iniciamos una breve charla y la cerramos conminándonos a no demorar más una cita que ya habíamos previsto hace tiempo, cuando supimos uno del otro nuestras ínfulas literarias. Vivíamos en la misma ciudad, Fuengirola, él jubilado y volcado en la poesía; yo, recién estrenada paternidad y con un trabajo absorbente, con el tiempo justo para escribir un libro cada año y medio. Teníamos que conversar con cervezas de por medio, cuanto antes, los dos estábamos de acuerdo. La muerte, quién lo iba a decir, fue más rápida que nosotros en acudir a una cita que yo no sabía –como no lo sabe nadie en el fondo– que tenía uno de los dos. Murió unas horas después de hablar conmigo.

Antonio Espinosa, don Antonio, había sido mi profesor en la facultad de Farmacia de la universidad de Granada. Era el catedrático de Química Farmacéutica, y lo recuerdo allí, en esos años, como un hombre bondadoso y apuesto, como un ameno y entusiasta profesor. Un hombre de aspecto serio que se diferenciaba de los demás profesores por su poderoso vozarrón y porque no llevaba bata blanca, sino una elegante americana de espiga o de tweed. Me hacía ilusión que treinta años antes le hubiese dado clases a mi padre, y creo que alguna vez se lo dije. Conocido por sus investigaciones en fármacos contra el cáncer, su relación con los colegios mayores y la vida universitaria en su totalidad, me enteré tarde –demasiado tarde– de que se había venido a vivir a Fuengirola al poco de jubilarse. Lo había sabido por su hijo, al que me une una sincera amistad desde los tiempos en los que fui vocal del colegio de farmacéuticos de Málaga; un tipo entrañable y vitalista, un digno hijo de su padre.

Don Antonio se había volcado en la poesía –con notables publicaciones hasta el final– en sus últimos años, aunque estoy seguro de que llevaba dedicado a los versos toda la vida, y que intercalaba los ratos muertos de su laboratorio y sus clases con poemas que se habrán perdido para siempre. La literatura (su pasión y la mía) era la excusa para vernos, eso decía su hijo: quiero que os veáis y charléis, tenéis mucho que contaros. Yo decía que sí, feliz por saber de su espíritu humanista, y alargaba ese momento por temor a importunarle, también por ser un egoísta y un codicioso de mi tiempo libre. Nunca lo llamé, pero unas horas antes de morir me escribió él, motivado y feliz con el nuevo año que se avecinaba en lo personal y en lo lírico, y quedamos en vernos pasados las fiestas, sin falta.

No quiero saber por qué se ha ido de esa forma tan repentina, tan extraña. Prefiero imaginar que nuestra cita se mantiene, sin fecha, para siempre. Y que tal vez mis recuerdos –y la amistad de su hijo Miguel– sean suficientes para tomarnos esa cerveza, porque estoy convencido de que don Antonio ahora es cualquier hombre mayor y elegante que pasee su sonrisa con un libro entre las manos.

 

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