En el nombre del padre
El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía ni leer ni escribir
JOSÉ SARAMAGO
A la pasada feria del Libro de Sevilla llegué temprano desde Málaga, y esperé a mi amigo Ignacio Arrabal tomando un café en una terraza de la que caía, bendita, agua en forma de vapor cada medio minuto. No hacía todavía el calor horroroso que vendría, pero ya asomaban las malas intenciones del verano en ciernes por las calles atestadas del centro de esa ciudad que dijo una vez Pérez-Reverte que nadie podría inventarse, en la que tengo buenos amigos y –sobre todo– editores (que ya son amigos) para mi obra.
Iba a la feria a firmar libros, algo que muchas veces no se cumple, sobre todo en los que escribimos cosas que no son más que aceite en un gran público lleno de agua, es decir, algo inmiscible. Pero en el fondo uno es en eso como Cela, al que admira, y va a los sitios sabiendo que el verdadero lector está escondido, que puede ser cualquiera de los rostros con los que nos cruzamos, gente que no se manifiesta públicamente, dejando su complicidad con nosotros para el solaz de su sillón. Escribe uno quizá para muy pocos, pero esos casi nadie me han dado las grandes alegrías literarias de mi vida.
Desde la terraza donde esperaba a mi amigo –que también iba a firmar sus libros– veía la caseta de mi editorial, todavía sin los editores, y veía también a un hombre que parecía rondar la zona, un hombre que paseaba alrededor, tímido, con las manos en la espalda. Me gusta imaginar las vidas de la gente y pensé que quizá era un lector impaciente por conseguir una firma, ese lector desconocido y silencioso del que hablaba, eso y mil cosas más. Una vez nos sentamos en la mesa de firma tras los abrazos pertinentes con los que celebramos la vida y la literatura, supe que el hombre se llamaba Gabriel Rojas, y que había escrito un libro de memorias que me llevé a casa al caer el día, entre libros de Tavares, Lobo Antunes y Torga, comprados en la caseta de Portugal, país amigo, en el idioma luso que intento aprender desde hace meses.
He ido leyendo poco a poco las historias de Gabriel, un libro que tengo en la mesa de mi despacho de la farmacia. Un Gabriel que podría ser el Gabrielillo de Galdós en sus Episodios Nacionales, porque fue el canario el que dijo que Allá por doquiera que va lleva consigo el hombre su novela. La novela de Gabriel es parecida a la de muchos de los hombres con los que trato a diario, hombres duros que no conocen la queja ni el lamento ni siquiera en la enfermedad, y que –como casi todos los que escribimos- quiere dejar testimonio de lo vivido, hacerlo imperecedero. Si bien sus tiempos duros de infancia y juventud fueron en la sierra norte de Sevilla, hay en su manera de contarlo, en su sabiduría, mucho de mis pacientes, pero también de los narradores antediluvianos que, sin saberlo, inventaron la literatura a la sombra del fuego en una cueva, tras una extenuante jornada de caza, peligros y enigmas. Fueron esos hombres, los que tenían el talento para describir la aventura de la vida, los primeros escritores, los que embelesaban a sus semejantes con lances a mitad de camino entre la emotividad y el enigma profundo de la existencia. Hay quien dice que la literatura nació el día en que un antepasado paleolítico dijo tener una explicación para la lluvia de estrellas fugaces en la bóveda negra llena de estrellas estáticas. Quién sabe. Lo cierto es que desde entonces hemos necesitado las historias para vivir, y es en estos tiempos de incertidumbre –quizá como todos los tiempos– cuando más falta hacen las historias que nos devuelvan a lo primigenio, a la vida real y humana, porque este libro de memorias no es un libro, es vida, la vida encuadernada. Un hombre es todos los hombres, dijo Borges, por eso Gabriel habla de su vida y también de la nuestra.
Igual que el libro me conmueve su edición, que ha corrido a cargo de la misma persona que creyó en mis libros –nada fáciles y poco comerciales- desde el principio. Ismael Rojas es el hijo del señor tímido y algo sordo que no se atrevía del todo a acercarse a la mesa de firmas, y que ha tenido con su padre el noble gesto de publicar esas memorias que sabe que no sólo son importantes para él, sino para su vida de filósofo y editor. Porque sólo quien ha sido criado por un hombre como Gabriel, que ha hecho de los tiempos recios una forma de epicureísmo vital, sabe lo que son esas memorias, poco más que un canto a la vida, a la literatura oral (el origen) y al agradecimiento de estar en un mundo incomprensible donde seguimos necesitando a gente que nos cuente dónde nace el viento, por qué sale el sol cada mañana tras esconderse en la noche, por qué la luna cambia de forma y por qué no se caen los pájaros del cielo de Alanís.