De valientes y ríos
Uno se lanza a escribir una primera novela porque, aunque no lo crea, es en el fondo un valiente. Lanzarse a esa empresa es como hacerlo de cabeza sobre un riachuelo del que no conocemos el fondo, movidos únicamente por nuestra pasión por nadar: puedes estrellarte, romperte el cuello y morir incluso en el intento, pero también puedes retozar en ese arroyo transparente, profundo y sin límites una vez te zambullas en él sin daño alguno. Lo más frecuente y seguro es más o menos lo primero, que el agua tenga suficiente fondo para no morir por el impacto, pero sí para salir magullado y con pocas ganas de volver a visitar riachuelos y pantanos literarios. En literatura, como en todo, los comienzos y las presentaciones son fundamentales: lo que bien empieza, bien acaba, o algo parecido dice un castizo refrán. Uno empezó en esto de la novela hace muy poco –aunque apenas lo recuerde-, con una valentía que desconocía tener, con un orgullo y tesón que no sé dónde tenía guardado, y con una disciplina que ya querrían para sí los opositores a notarías. Lo cierto es que me presenté, creo, con algo digno sobre lo que seguir edificando el rascacielos de mi estilo, que es adonde uno debe y tiene que llegar; a ser, citando al griego Píndaro, ‘el que se es’, pero aplicado al uso de la prosa. Y aquí sigo, intentándolo, haciendo todo lo posible para estar entre ese diez por ciento de escritores que hacen algo que merece la pena, como me dijo J. hace años desde la atalaya de su incontestable prestigio de novelista. Lo demás, añadió, el noventa por ciento, es muy malo: haz todo lo posible por estar en el diez por ciento primero. Si no, déjalo.
Hablo de estilo, ¿pero qué es el estilo? ¿Es que acaso no se esconde demasiada gente sin nada interesante que contar bajo esa palabra que por sí sola no dice gran cosa? Juan Benet, que ensayó sobre ello en los descansos ingenieriles de su etapa leonesa –en la que contaba con la misma edad que tengo ahora- decía que el estilo era únicamente –aunque necesitó doscientas páginas para ello- saber despojar a la información de su naturaleza caediza y dotarla de un envoltorio permanente. Es decir, saber contar una historia de tal forma que esa historia permanezca con interés cuando lo contado en ella deje de interesar, por –fundamentalmente – el devenir del tiempo. Preséntate, recomendaba el autor de Una meditación a los escritores noveles, con algo digno, y, una vez en la reunión festiva de las letras, dedícate a beber de los licores que te conviertan en escritor, es decir, bebe sólo lo que te metamorfosee en un estilo.
Cuento todo esto porque hoy, a las puertas de la reedición de mi segunda novela en una nueva editorial – ¿novela-estilo?- me escriben desde una ciudad centroeuropea para proponerme una posible traducción a otro idioma de ésa mi primera credencial de presentación. Es inevitable que me haga unas cuantas preguntas en esta tarde de resaca electoral: ¿cómo ha llegado la novela allí? ¿Por qué a un lector bilingüe al que tanto ha entusiasmado? ¿Cómo es que, en lugar de quedarme en lo alto de la roca-trampolín de aquel pantano, me tiré de cabeza sin saber qué profundidad tenían sus aguas?