Contra la novela
Está de moda decir que no se leen novelas. Cualquiera lo diría cuando uno da una vuelta por una librería o echa un vistazo a un suplemento cultural, sí, pero la moda es ésa. Aunque quizá no sea una moda, sino que esto venga siendo algo que los esnobs –término éste que no es más que un eufemismo de la palabra gilipollas– lleven diciendo desde que Cervantes pusiese patas arriba la concepción de la literatura hace unos pocos siglos.
Dejando atrás a Borges, que las leía con fruición pero se negaba a escribirlas porque decías que todas se podían resumir en lo que él hacía con maestría en el cuento, el primer esnob fue Pla, que como casi todo gigante de las letras dejaba mucho que desear como ser humano, y decía algo así como que después de los cuarenta años sólo leen novelas los imbéciles. Después ha habido cientos de escritores e infinidad de lectores, siendo el último notable el reciente Premio Nacional de Ensayo (no faltaba más), Gonzalo Pontón. Éste ha sido menos cruel que Pla, porque si para el ampurdanés era imbécil el afín a las novelas, para el editor premiado dicho lector es un infantiliode, un inmaduro. Las novelas las dejo para los niños, decía con un cigarrillo a punto de derramársele la ceniza en su barba amarilleada por la nicotina.
Ni Pla ni Pontón han escrito ficción tampoco, lo mismo hasta decían en serio su incomprensible afirmación. De ahí que me haya chocado tanto que los últimos en unirse (aunque más moderadamente) a los detractores de la novela hayan sido dos de nuestros principales novelistas: Antonio Muñoz Molina y Arturo Pérez-Reverte. El autor de Beltenebros venía a decir en Babelia el pasado sábado que bueno, que sí, que están bien y tal, que de vez en cuando lee alguna novela, pero que ya lo que le apasiona es el ensayo, la historia y supone uno que la poesía. El padre de Alatriste decía que no, que ya apenas lee novelas más que la de algún amigo y alguna de Conrad. Algo es algo.
No seré yo quien diga que la calidad literaria media de la novela en España es buena, porque no lo es en absoluto. Se han perdido –hasta casi la extinción– la profundidad, la ambición de estilo, la complejidad formal, el esfuerzo del lector y muchas cosas más, pero ello no quiere decir que no haya aún una gran minoría de obras extraordinarias en todo el mundo cada año, que merecen la atención del mejor de los lectores. Las buenas novelas están llenas de ensayo, de pensamiento y de poesía, y son precisamente esas novelas las que más se necesitan pasados los cuarenta años, cuando ya se sabe que la vida va en serio; cuando la buena ficción sólo sirve para rescatarnos de la muerte y devolvernos, sanos y salvos, al paraíso perdido.